lunes, 15 de septiembre de 2014

Rafael Felipe Oteriño


Memento

Al este y al oeste, muros bajos y puertas entornadas,
en las pupilas, la orilla sin fondo del horizonte,
un reguero de plumas y no el pájaro ni el canto del pájaro,
fuegos en las plazas por los festejos de San Juan,
una abuela y en su tejido la costura negra del duelo,
sonar de llaves y mutismo en las cerraduras,
páginas a medio escribir en cuadernos de hule,
los libros alineados en los estantes
a la espera de un nuevo lector,
un humo espeso llena el vacío entre las cosas,
convirtiendo lo real en irreal y lo irreal en mística,
la efigie del padre, la respiración de la madre,
una sombra que pregunta por un cielo donde hubiera caballos,
frío en los cuartos y tres ascuas tibias rodeadas de ceniza,
en el mercado pregonan olivas verdes y anchoas en sal,
...botellas vacías, hierro y  zinc, demandan más lejos
–la prosa del mundo en un viento huracanado–,
el ojo claro de la luna, la copa tiesa de los árboles.
Entre esas paredes nacía yo.


Las hamacas

a Pilar

Las hamacas que visitábamos de noche nos interpelan,
el bosque que recorrimos juntos nos interpela:
hablan de nosotros y repiten nuestros nombres.

No es todo lo que quisiéramos oír
pero su voz se oye clara en cuanto apoyamos la cabeza.

Dicen sí y no,
dicen claridad y oscuridad, siempre de a pares;
de dos en dos, no se cansan de repetirnos.
Hablan de lo que llega limpio y no tarda en desvanecerse,
de lo que se eclipsa y regresa cuando ya no lo buscas.

En el vaivén está su secreto,
en el soplo y en la brasa, en la aparición y en la desaparición.
Por su abundancia, la luz tiene necesidad de repetirse,
hace nido en la piel y se transforma en memoria.

Dispuestos a partir –no una, sino mil veces–, regresamos;
regresamos porque no hay otro lugar y el mundo es éste
y aceptar la vida es el lugar.

Tu estatura no era elevada como para escuchar esa voz
que se abalanzaba desde las sombras,
pero juntos, tomados de la mano, formábamos una columna
más fuerte que tu miedo y el mío.

Las hamacas nos enseñaron a escribir sobre el agua,
a dibujar grandes círculos en la arena
y a confiar en el bosque del que no hemos salido.


Gallo ciego

Buscamos la forma verdadera de las cosas.
Manos aviesas nos hacen girar tres veces
e iniciamos la búsqueda por un extremo.
Avanzamos, tropezamos, ceñimos el aire,
y otras manos nos apuran
hacia un fondo que no está en nuestra alma.
Reiniciamos la búsqueda por otro extremo.
Un paso, otro paso, una avalancha de sombras
y el mundo entero que se deshace.
Hasta que el juego termina, arrojamos la venda
y sólo esas manos y el miedo eran lo real.


Soñar con agua y con fuego

Volverse sabio:
decir dos palabras en lugar de ninguna
y una sola
cuando se escucha más fuerte la voz del abismo.

Recibir el día como una propiedad
y de inmediato devolver esa propiedad
a los que todavía no despertaron.

Observar el río correr dentro del río,
rápido como las nubes, persuasivo como las olas.

Sentir la dureza de la piedra y la docilidad del viento
y saber que ambos son argumentos de Dios.

Porque el viento sube a los techos,
y las ráfagas son montañas
y el cuerpo es una ráfaga que se deja llevar.

Volver al lago donde se hundió la infancia
y ver que en su bosque anegado está tu imagen.

Quizás el polvo sea una maniobra de purificación
en cuyo puente estamos solos, suspendidos.

Dar señales de cuál es el lugar
y al instante borrarlas
porque no son claras ni precisas
y todas conducen a un sitio que no es el lugar,
pero que lo anuncia.

Buscar abrigo en lo invisible y en lo callado,
soñar con agua y con fuego.


Andante

1

Puedo dejar que la hoja amarillee antes de caer,
que el gato continúe su siesta indolente,
que la pared se desgrane como una imagen del tiempo.
Comenzaron antes y seguirán después,
urdiendo combates sobre secas laderas.

Lo que no puedo es dejar de observarlos
y de unirme a otra alianza que no sea la suya.
Cautivo de galas que se cumplen sin reparar en mí,
yo las recibo como si hubieran nacido para mí.
No puedo rehusarme: mi deber es decirlo con palabras.


2

Hablo de “nieve” pero en mi país no hay nieve,
escribo “montaña” pero no he subido a ninguna,
menciono “grifo” y no hay hilo de agua
ni animal fabuloso bajo los pies.

Porque las palabras son fuentes, avenidas, excesos.
Dicen carbón y, al mismo tiempo, diamante,
dicen viajero y en su hospitalidad dicen agua.

“Relámpago” es mi palabra preferida.
Libra a la noche de la noche y a la hoja de reverdecer,
cruza el río, atraviesa el puente,
trae la llave aunque la luz derrame oscuridad.


3

Palabras que se aproximan como un rebaño.
Vienen de luchar con palabras de acero que dejaron atrás.

Yo estaré aquí para protegerlas,
pero sólo por un tiempo.

Porque no es posible establecer la paz definitiva.
Son necesarios el laúd y la pólvora para vivir.


Segunda naturaleza

El amanecer comienza como siempre, en voz baja.
Lo acompaña un trino que, con el paso de las horas, se apaga.
Entonces entran los grandes autobuses,
palas mecánicas y grúas a reinar sobre el planeta.
Un taladro anuncia que el mundo ya está en marcha.

En el silencio de la habitación continúa aquel trino,
aunque sólo esta página lo escucha.

Levanto la vista
y sobre la pared cuelgan fotografías de familia.
Cuadriculan el tiempo, lo fijan: es su modo de reinar en el silencio.
Pero padre, madre, abuelo, hermana, no están allí.
Son como esos pájaros del amanecer
que una luz, casi dorada, despierta.

Hojas de papel, paredes blancas: escudos contra la desaparición.


Adiós a Symborska

Murió Symborska.
Quedaron más solos los gatos, las semillas y las cucharas.

Los traductores se verán en aprietos
para completar su “Poesía no completa”.
No podrán localizar la ironía que escapa por los márgenes
y corre a refugiarse en el silbido de un tren.

Pero también en la letra sucia de los periódicos
y en la borra de los cafés de la ciudad barroca.

Sin metáforas ni metonimias, rimas ni ecos,
porque no hubo tiempo para tallar diamantes,
aunque los diamantes, con su silencio, dijeran toda la verdad.

También los críticos deberán cuidarse
de censurar sus diálogos de feria.
Son escenografías en las que el cosmos se adelgaza
para hablar al oído.

Confesiones de una persona alegre
que pone los platos sobre la mesa y da de comer a los fantasmas.

Tienen años de elaboración y comparaciones traviesas,
nacen de  una boca que adoptó el lenguaje de las hormigas
hasta que los gendarmes dejaron de pasar por su puerta.

Así es su poesía:
un juego irónico plagado de sobreentendidos,
en parte puestos en acto, en parte crónica viva.

Vuelo de saetas que fueron dando en el blanco.

Fuente: Viento extranjero, Rafael Felipe Oteriño, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2014.

Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945. Publicó doce libros de poesía: Altas lluvias (1966), Campo visual (1976), Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre (1995), El orden de las olas (2000), Cármenes (2003), Ágora (2005), Todas las mañanas (2010) y Viento extranjero (2014). Su obra fue recogida parcialmente en Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, 1997) y En la mesa desnuda (Ediciones al Margen, 2009). Recibió las siguientes distinciones: Premio Fondo Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la SADE (1967), Premio Sixto Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (período 1985-1988), “Premio Konex” de Poesía (período 1989-1993), Premio Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996), Premio Esteban Echeverría (2007) y Gran Premio de Honor de la Fundación Argentina para la Poesía (2009). Es miembro de número de la Academia Argentina de Letras y codirige, en Ediciones del Dock, la colección Época de ensayos sobre poesía. Reside en Mar del Plata, donde fue Magistrado y donde ejerce actualmente la docencia en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. “Desde sus primeros libros –escribió Guillermo Pilía–, Oteriño ha manifestado una constante vocación hacia la interrogación metafísica. Indagar sobre los hilos que sostienen la arquitectura del mundo y los que apuntalan nuestra existencia es la misma cosa. Ser uno con la flor, con el agua, con la piedra: de ahí que su poesía esté pudorosamente llena de humanidad. Con el tiempo, ese viaje hacia profundidades cada vez más abisales no lo ha apartado –como a otros poetas de su generación– de la transparencia. Al igual que Eneas, que al fin de su viaje al inframundo no encuentra las tinieblas, sino la luz de los Campos Elíseos, así también la más reciente poesía de Oteriño se nos presenta atravesada de claridad: de la dérvica sabiduría de quien ya ha aprendido mucho en este viaje: la derrota, el hablar a solas, la indiferencia; y el arte de no ver nada/ aun viéndolo todo”.

Foto: Rafael Felipe Oteriño. Fuente: Tuerto Rey