jueves, 28 de junio de 2012

Luis Reyna Almandos





















La reliquia

Me dio una flor. "No muere", dijo ella.
La tomé, la besé, sacro presente...
Y en el ánfora santa de mi alma
Guardela para siempre.

Pasó el tiempo. Los años tras los años
Como emigrantes aves se perdieron...
Y en el ánfora santa de mi alma
Quedó el jazmín durmiendo.

Una vez, de guardar aquel emblema
Cansado ya, busqué la joya hermosa,
¡Y en el ánfora santa de mi alma
Mísero polvo hallé de la corola!

Fuente: Rama florida, Luis Reyna Almandos, El Ateneo, Buenos Aires, 1918.

Luis Reyna Almandos nació en Morón el 6 marzo de 1874. Vivó algún tiempo en Chivilcoy y luego se radicó definitivamente en La Plata. Fue poeta, escritor, abogado y político. Publicó dos libros de poemas: Mar y cielo (1905) y Rama florida (1918). Su poesía acusa influencias diversas que remiten al romanticismo, al simbolismo, al parnasianismo y al modernismo. Entre sus ensayos políticos cabe mencionar Hacia la anarquía (1916). También se ocupó de escribir sobre temas penales y fue uno de los impulsores de la dactiloscopia argentina. Murió en La Plata el 5 de enero de 1939.

Ilustración: Ánforas, obra de Abel Robino. Fuente: Gentileza de Abel Robino.

martes, 26 de junio de 2012

Enrique E. Rivarola

























Visión

Con seno de jazmín, labios de rosa,
ojos de cielo, luz en la mirada,
la vi, a la sombra de un rosal sentada,
como el mundo dormido, silenciosa.

Y parecióme al verla –vaporosa,
con el perfume del amor formada–,
más bella que la aurora sonrosada
cuando despliega el ala luminosa.

¿Quién era...?  Disipóse entre las brumas,
cual se disipan en el mar bravío,
al chocar con las rocas, las espumas.

Era una imagen que en la mente llevo:
miré a mi alrededor, y hallé el vacío;
cerré los ojos, y la vi de nuevo!

Fuente: Primaverales, Enrique E. Rivarola, Edición del autor, La Plata, 1926.

Enrique E. Rivarola nació en Rosario el 15 de febrero de 1862. A partir de 1889 se radicó de manera estable en La Plata y en esta ciudad murió el 27 de octubre de 1931. Fue político, abogado, catedrático y magistrado. Como poeta, dio a conocer, entre otras publicaciones, Primaverales (1881), Nuevas hojas (1883) y Horas de emoción (1927). De inspiración romántica en sus orígenes, la poesía de Rivarola va adquiriendo con el correr del tiempo un carácter que la aproxima al modernismo.

Ilustración: Enrique E. Rivarola. Fuente: Rivarola, Atilio Milanta, Dei Genitrix, La Plata, 2000.

sábado, 23 de junio de 2012

Patricia Coto

























Piloto argentino hallado en Malvinas

Lo peor no fue el estallido
ni la pulverización de los huesos.
Lo peor fue ese segundo,
como cuando me caí de la hamaca,
cuando clavé los talones en la piedra
y, luego, el pedregullo me segó las rodillas.
Siempre siento un ardor cuando hay humedad,
como ahora entre la turba.
Lo peor fue tocarse el mentón
y sentirlo dormido,
como ahora que no escucho mi cuerpo.
Lo peor, el altímetro a pico
y ese ruido acompasado de la cadena de la hamaca,
que se mete entre las escotillas,
que es viento, un misil tenaz,
acaso mi pensamiento.

Fuente: Libro de navegación, Patricia Coto, Axis Mundi, La Plata, 2003.


* * *

Empezaba a escribir otra vez
y las vecinas de la esquina se alegraban
como ante un libro de cuentos,
hasta que el poema, erizado de pámpanos,
les quemaba las manos,
las dejaba en la vereda de enfrente,
les clavaba un eclipse en la puerta del domingo.

Fuente: Gentileza de Patricia Coto


* * *

Cuando se consuma el día
y el sol parece una confesión o una dádiva,
es grato imaginar un cielo tras el cielo,
una luz que no se puede desollar,
una frente que no anochece.
Y entonces debe existir un lenguaje
detrás del lenguaje,
como un cáncer en la espalda,
como el golpeteo de una pala en los talones,
volviendo desde la tierra removida.
Debe haber un lenguaje en carne viva,
que agite las campanas de la lepra
en los flancos del camino.

Fuente: Gentileza de Patricia Coto


* * *

La mesa del anochecer.
Una a una, las estrellas aparecen
sobre la arquería del fuego.
Ahora, cuando las brasas parecen más despiertas,
toda la carne crepitante,
como un patio de escuela,
un recreo en el convento.
Y envolviéndolo todo, el humo,
humo tan vivo y atento
que amasa cuerpo, alma, memoria.
El humo se esparce y nos seduce
los cabellos, la mirada,
la sombra de las manos.
El humo con su vocación de susurrarnos,
en el más atrás de los oídos,
que algún día una fogata arderá
por nosotros
y seremos cenizas de cenizas,
restos de una fiesta en la noche de la nada.

Fuente: Gentileza de Patricia Coto


* * *

Esta capilla es muy antigua.
A su sombra, quedaron los ladrillos
de las primeras casas, de las primeras lluvias,
de los primeros vientos como pueblos.
Dentro, apenas un sacerdote,
extraviado en un bosque de soledades,
y libros, muchos libros,
libros donde el tiempo
es un lunes perpetuo.

Y sobre todo,
–altares, bancos, imágenes dormidas–,
una luz de rodillas,
que nunca duerme.

Fuente: Gentileza de Patricia Coto

Patricia Coto nació en La Plata el 17 de junio de 1954. Es profesora y Licenciada en Letras. Publicó cinco libros de poemas: Libro del vigía (1978), Libro de la memoria (1982), Libro del espejo ardiente (1985), Libro de la frontera (1992) y Libro de navegación (2003). También publicó un ensayo sobre narrativa tradicional: De narradores populares y cuentos folklóricos argentinos (1988). Recibió distinciones municipales, provinciales y nacionales. Integró los grupos literarios Latencia, Contrastes y Los albañiles, con los que participó en publicaciones colectivas. Los cuatro últimos poemas incluidos en la presente publicación permanecen inéditos en libro.

Foto: Patricia Coto. Fuente: Gentileza de Alejandra Leticia Taylor

miércoles, 20 de junio de 2012

Guillermo Lombardía


















Secreta voz

      No hay cena o almuerzo o satisfacción en el mundo
      que valga una caminata sin fin por las calles pobres...
Pier Paolo Pasolini

Te veo caminar sin ansiedad,
parsimoniosamente,
por una calle de suburbio americano.
Alegre por el anonimato
apenas uno más en el mar de los sencillos.
Ese rostro tuyo
tallado en roca por un cincel del medioevo.
La frente como plaza en día feriado.
Tanto asombro en los ojos adiestrados
para reconstruir
las historias secretas que insinúan
los gestos de todas las criaturas.

Querido hermano,
¿qué tal si nos sentamos
en esta criolla tardecita,
compartimos un vino de roja transparencia,
y dejamos correr los pensamientos
como animales sabios
que giran alrededor del sueño
de esa cosa
que nos quema en el alma?

Quiero oírte narrar alguna de esas
despojadas parábolas
con las que iluminaste la noche decadente.
Desnuda con tu verbo el pecado
original de esta insolente hora.

¿Te distraes?
Comprendo.
Es ciertamente hermoso ese muchacho que nos mira.
Invita, promete, escandaliza.
Yo prefiero, confieso, ese vaivén moreno
de curvas aceitadas por el licor dulzón de la hendidura.
Pero, al cabo, ¿cuál es la diferencia?
Una misma y secreta
voz es la que nos convoca a la fiesta del mundo
y sólo los hipócritas pueden abrir un juicio
sobre tus elecciones (y las mías).
Ya ha sido dicho, pero jamás redunda:
cae como castigo celestial el rayo del poder sobre los libres.
La libertad, ésa es tu kryptonita.
La cruz que paraliza a los vampiros.
No te apures, hermano, por esta lluvia inesperada.
Son nubes de verano.
Nos están bautizando con sus lágrimas
los ángeles humildes
que viven en el exilio eterno.


Una suposición

  … la comuna es un lugar donde
  desaparecen los funcionarios.
Vladimir Maiakovski

Digamos que he fraguado la escena
y que este agujero negro en mi cabeza
es apenas un truco, un maquillaje.
Todo no ha sido más que un simulacro
para engañar a los verdugos,
supongamos, un bien urdido fraude.
Con otro nombre y otra fisonomía
–ah sueño recurrente
de todo blanco móvil,
del que expone el pellejo
en cada movimiento de sus músculos …–
me escabullo en un pueblo perdido en la montaña
y no soy otra cosa que uno más
de esos rudos paisanos
que sobreviven con mínimas preguntas.
Por supuesto, nada de escribir.
Ni siquiera una línea.
No hay más literatura que los negros relatos
que esos hombres de tierra desgranan en las noches
lluviosas alrededor del fuego.
Que otro perro lidie con el hueso
de encontrar la palabra apropiada para el verso perfecto.
Sólo comer, beber,
trabajar como bestia hasta agotar la fuerza de los brazos,
y después retozar
como un niño en el heno.
Supongamos, incluso, que me esfuerzo
por cerrar los oídos y los ojos
a todas las noticias que llegan como pájaros
exhaustos desde el mundo.
Todo me importa un rábano.
Aceptemos la hipótesis.
¿Crees, de todos modos,
que dudaría en disparar el arma nuevamente
sobre mi sien derecha
si escuchara a este coro de idiotas
modulando la melodía del ocaso?


El tren equivocado

    De todo esto yo soy el único que parte.
César Vallejo

A través de este cristal que huye
a tantos kilómetros por hora,
con la frente apoyada sobre el fresco rocío matinal
para calmar la fiebre que me abruma,
desfilan los paisajes más extraños.
Una loca sombrilla boca arriba
que gira como un trompo sobre el verde.
Un insólito desfile de modelos
que lucen sus vestidos de campiña
con florcitas celestes y volados azules.
En una pasarela ornamentada por blancas siemprevivas
las muchachas caminan con el sexo apretado
y sus piernas dibujan una coreografía
definitivamente inalcanzable.
Un señor que parece despachante de aduana
con sombrero de copa y moño negro al cuello
increpa a un heladero en su triciclo.
En un cielo tan frágil
se asoma una bandada de helicópteros negros.
Cómo extraño la niebla que cubría a Helsinki
ocultando los coches de alquiler
yermos de pasajeros.
Una cabalgadura necesito
para poder atravesar el parque helado.

Si al menos estuvieran tus ojos esta tarde.
Recuérdame la lluvia sobre los dulces charcos
donde las ranas cantan.
Aspira la fragancia del jazmín del cielo
y tráela hasta aquí
donde manda el crepúsculo.

No me olvides.
Yo soy aquél que jugaba a despedirse
como un valiente Aníbal
pero después temblaba de frío en el destierro.
Esta carne maldita me condena.
Lávame las heridas con tus pequeñas manos.
Me perdí en la estación del mediodía
y me subí al tren equivocado.
Cuando quise bajarme, fue imposible,
y sólo pude ver
un baile de pañuelos que decían adiós.
Únicamente desde tu corazón
puede salir la orden
que cancele este viaje inexplicable.

Fuente: Eterna marea, Guillermo Lombardía, Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 1998.

Guillermo Lombardía nació en Avellaneda en 1952 y murió en La Plata en 2007. Trabajó en la Agencia Noticias Argentinas. Escribió para el diario El Día de La Plata y el vespertino La Gaceta de Buenos Aires. Fue fundador y codirector de la revista Talita. Publicó tres libros de poemas: El Juego insensato (1996), Eterna marea (1998) y Mi Marilyn (2005). En Internet pueden encontrarse también Camino a casa y El vampiro, obras que no fueron editadas en forma de libro.

Foto: Guillermo Lombardía. Fuente: El juego insensato, Guillermo Lombardía, Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 1996.

viernes, 15 de junio de 2012

Osvaldo Ballina

























Profanaciones

lengua de un solo filo, piedra confín,
no hay agua pero bebes,
no hay pan pero comes
no hay ojos y es luz el todo
punto de partida el infinito
arte del despojo tu don


El viajero

volcó agua en las brasas
bajo cielos desesperados
conjuró falsas magias
y le fue concedida
la benévola ferocidad de toda lucidez


Ejercicios

Para saltar el muro
escribir lo desconocido
comprender la lengua que oculta
mirar detrás de lo no dicho
cantar después del sonido
latir sin sol raído, sin tiempo del nunca


El fiel

¿de dónde viene, invisible, esta riqueza
si por el ojo de la aguja
entra la razón, fiel del día,
y nunca da con la forma?


Anverso y reverso

el sendero, siempre hacia lo alto,
borra toda huella detrás de sí,
habrá encuentro, quizá nueva lengua,
serán otros, no sé si tuyos,
los pasos al bajar


El rabdomante

extraña es la superficie
busco abajo una esencia intocada
una boca pródiga, un oro ignoto,
abajo, busco, abajo
en lo absoluto de todo silencio


La parición

¿parirá con dolor o sin dolor
la harapienta desnudez de lo real
que engendra el bastardo asombro
de la fertilidad?


La hiena

me cebo de transparencia
un lastre para los míos
confieso, con estupor involuntario,
tan fuerte es la vida
que hasta la mugre humana
canta y es regocijo


El navegante

nada que perdonar, nada que condenar,
marea baja, marea alta
con náufraga esencia
llegaremos cantando a cualquier límite

Fuente: Profanaciones ínfimas, Osvaldo Ballina, Ediciones Al Margen, La Plata, 2011.

Osvaldo Ballina nació en La Plata en 1942. Es poeta y traductor. Su obra poética publicada incluye más de veinte libros, entre ellos: El día mayor (1971), Esta única esperanza contra todo (1973), Aún tengo la vida (1975), Caminante en Italia (1979), Ceremonia diurna (1984), La poesía no es necesaria (1986), Sol que ocupa el corazón (1991), Verano del incurable (1996), Confines (1998), El viaje (2000), Apuntes del natural (2001), El caos luminoso (2004), Oráculo para dones fatuos ((2006), El pajar en la aguja (2007), Prodigios residuales (2009) y Lejos de la costa (2010).

Foto: Osvaldo Ballina. Fuente: Gentileza de Osvaldo Ballina.

miércoles, 13 de junio de 2012

Horacio Preler


























Tras las rejas del tiempo
los años han creado un reloj
que marca la región inalcanzable del poema.
El cuerpo dirige su mano multiforme
hacia el fatalismo de la verdad
que abre la puerta secreta de la melancolía.
Con el corazón desarraigado,
un antiguo habitante de la noche
recorre la infinita tristeza de las piedras.

IX

Horizontal como la niebla
un dios muerto resucita cada día
el efímero goce del amor.
En un lugar de su mundo
los insectos trabajan con la piedra
y cavan galerías
que dan al otro lado de la angustia.
Es el milagro de la vida,
la búsqueda de extrañas aberturas
para instalar un mito.
Sorprendido en su buena fe
un espejo espera encontrar
la imagen de la verdad.
Entonces sueña como un pájaro abandonado
en el páramo de lo desconocido.

XIV

Dejamos la casa.
Los cimientos no nos pertenecen,
la tierra tampoco.
Las plantas, las flores, los pájaros,
la dulce primavera
y el cruel invierno,
la soledad más estricta,
todo lo hemos heredado.

Soledad

El invierno llega
para instalarse en la mueca de los días.
La impaciencia del olvido
se arrastrará por la memoria
y el corazón de un viejo, herido de muerte,
llama a las puertas de las casas vacías.
Un escarabajo destruye
el regocijo del amanecer
y las raíces de los árboles
sienten el dolor del parque abandonado.
Las baldosas sueltas de la calle
miden el paso de los que se detuvieron sin llamar.
El frío nos cala hasta los huesos,
entonces, la soledad se dispersa en el viento
como el celo de una mariposa.


El árbol del Paraíso

No es una planta de naranja lima
ni el árbol del Paraíso,
es un naranjo común bajo la luz del sol.
En él se detiene la tarde
mientras un pájaro arrebata el horizonte
y se fusiona con la noche.
Es un lugar común
como la melancolía de los sentidos.
Bajo la sombra del naranjo pasan los días
y se presiente el fin del verano.
El corazón conoce
la altura de los sueños
que tiene un nombre original.
La lluvia hiere indiferente
la tierra que redime.
Bajo la ingenua mirada del naranjo
toda la vida es un devenir de sombras
que se parece al Paraíso.

Fuente: La vida se interroga, Horacio Preler, Ediciones Al Margen, La Plata, 2012.

Horacio Preler nació en La Plata en 1929. Es abogado. Publicó los siguientes libros de poesía: Institución de la tristeza (1966), Lo abstracto y lo concreto (1973), La Razón migratoria (1977), El ojo y la piedra (1981), Lo real, nuestra casa (1991), Oscura memoria (1992), Zona de entendimiento (1999), Silencio de hierba (2001), Casa vacía (2003) y Aquello que uno ama (2006). Obtuvo, entre otras distinciones, la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (1981), el Premio Consagración de la Honorable Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires (1996) y el Premio de Poesía (trienio 2001/2003) de la Academia Argentina de Letras por Silencio de hierba.

Foto: Horacio Preler. Fuente: Poesía argentina contemporánea, Fundación Argentina para la Poesía, Buenos Aires, 2001.

lunes, 11 de junio de 2012

Ana Emilia Lahitte



Aprendizajes

Comienzo
a perder instantes.

A perderme.

Una décima de segundo.
Un milésimo de silencio.

Nada me despoja.
Todo me desnuda.

Es lo infinito que regresa.

Aprendo
a habitar el esplendor
de la sombra.


Los chicos de la calle
   
                                                             Oh, niños asesinos, oh, salvajes antorchas.
                                                                                                                             Julio Cortázar

Ragazzi di vita
los llamó Pasolini
con su piedad adversa
desollada.

Y nos los deja así
sin otra identidad que la mugre
y la llaga.

Debajo
del abrigo de su costra de escaras
–cristos breves–
los chicos de la calle
no saben todavía que su sombra atrapada
crece
para la historia de la infamia.

El dolor
nunca es niño.
Y en ellos ni siquiera es dolor.

Es una humillación
de la esperanza.


El suéter de Fedorio

En los bordes raídos del suéter
de Fedorio
se arremansan la vida y sus historias.

Jamás
me atrevería a proponerle restañar
esos hilos desgastados
reavivar los colores
las zonas percudidas como un abecedario
para ciegos.

Quitárselo
sería desollarlo.

El suéter de Fedorio
es una hogaza
un libro de bitácora un sol un campanario
alguna melodía que se canta
sin que nadie la escuche.

Su intemperie
anuda cuanto ha sido algo más
que un adiós
menos que un llanto
algo que sólo cabe en el hueco secreto
de la mano.

Si otra piel respira
debajo del mandala de su suéter gastado
será sólo el sudario
que busca convertirse en el revés cereal
de esa coraza
hilada por los pájaros.


Liberación

Las manos.

Sometida extremadura
de la avidez y de la servidumbre.

Si pudiera
las dejaría partir
desarraigadas
sabiamente inexpertas
como el tacto feliz de los amantes
buscándose en la oscuridad.


Los dioses callan todavía

Prefiero
ser un número en la noche
y no una estrella entre mis huesos.

Celebro
haberme nombrado
antes de que mi nombre pronunciara
silencios.

Tengo la certeza
–un resplandor     una herida–
de ser lo que aún ignoro
y ya sabe mi muerte.

Vivo el temor
de que la soledad no esté desnuda
y exista el tiempo más allá de la hierba.

Los dioses callan
todavía.

Fuente: Insurrecciones, Ana Emilia Lahitte, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 2003.

Ana Emilia Lahitte nació el 19 de diciembre de 1921 en La Plata, ciudad donde reside. Su labor creadora abarca la poesía, la narrativa, el ensayo, el teatro y el periodismo. Como poeta publicó, entre otros libros: Sueño sin eco (1947), El muro de cristal (1952), La noche y otros poemas (1959), Madero y transparencia (1962), Al sur de marzo (1969), Los abismos (1979), Los dioses oscuros (1980), El tiempo, ese desierto demasiado extendido (1993), Summa de poemas, 1947-1997 (antología, 2001), Insurrecciones (2000), El padre muere (2006) y Gironsiglos (2006). Entre sus ensayos y compilaciones poéticas figuran: Veinte poetas platenses contemporáneos (1962), María de Villarino (1966), Roberto Themis Speroni (1975) y Cinco poetas capitales (1995). Obtuvo, asimismo, numerosas distinciones, algunas de las cuales son: Pluma de Plata del PEN Club Internacional, Centro Argentino (1980), Puma de Oro de la Fundación Argentina para la Poesía (1982 y 2001), Primer Premio Nacional de Poesía, Región Buenos Aires (1983), Premio Konex (1994) y Premio de Poesía “Esteban Etcheverría”, de Gente de Letras (1999). Creó y dirigió por más de 20 años uno de los primeros talleres de poesía de la Argentina, llegando a superar con el sello Hojas y Cuadernos de Sudestada las 300 publicaciones. Su obra fue recogida en varias antologías y traducida al inglés, francés, alemán, italiano y portugués. En 2001, la Municipalidad de La Plata la designó Ciudadana Ilustre.

Foto: Ana Emilia Lahitte. Fuente: Fundación Konex.

domingo, 10 de junio de 2012

Matías Behety


María

A mi amigo Antonino Lamberti

Hacia tu hogar encaminé mi paso
Y me detuve trémulo en su puerta!
El sol se sepultaba en el ocaso,
Y al abrazarme me dijiste: ¡muerta!

La sombra me inundó. El alma entera
En un sollozo se agotó doliente,
Al mirar esa hermosa primavera
Desmayada en el rayo de su oriente.

¡Muerta!, exclamé, y respondiste: ¡muerta!
Delante su ataúd caí postrado...
Cerré los ojos y la vi despierta,
Su angelical semblante iluminado!

Me hablaba, y sonriendo enternecida,
Envuelta en nubes de flotantes velos,
¡Ah! no lloréis, me dijo, mi partida:
Yo era la desposada de los cielos!


Las dos almas

Del triste cementerio en la capilla
En su blanco ataúd tendida estaba,
En cruz las manos, y la casta frente
De rosas coronada.

La incierta luz de amarillento cirio
Su pálido cadáver alumbraba;
Era joven y hermosa; y muerto había
De un hombre por la infamia.

* * *

Del triste cementerio tras el muro
Sobre la fría tierra muerto estaba;
Las negras sombras de la oscura noche
Su cadáver velaban.

Era joven y hermoso; y muerto había
En desafío del que fueron causa
El vicio, el desenfreno y el desorden
De una vida agitada.

* * *

Allá del infinito en el espacio
Cruzáronse dos almas:
Era la una cual la noche negra
Y era la otra cual el día, blanca.

Se miraron, y alzóse de una de ellas
Compasiva plegaria.
Después bajó la negra, hondo, muy hondo,
Y la blanca subió, alta, muy alta!

Fuente: El parnaso oriental. Antología de poetas uruguayos, Raúl Montero Bustamante, Maucci Hnos. e Hijos, Montevideo, 1905.

Matías Behety nació en Montevideo el 19 de mayo de 1849 y murió en La Plata el 24 de agosto de 1885. Era hijo de vascos franceses y, desde muy pequeño, vivió en la Argentina; primero en Concepción del Uruguay y, luego, en Buenos Aires. Algunos de sus compañeros en distintos colegios fueron Martín Coronado, Eduardo Wilde, Manuel Quintana, Victorino de la Plaza y Miguel Cané (este último le dedicó un par de páginas de Juvenilia). Entre sus amigos, cabe mencionar a Pedro Goyena, José Manuel Estrada, Carlos Guido y Spano, Lucio V. Mansilla y Leandro N. Alem, todos ellos protagonistas destacados de la época. Si bien estudió Derecho, no llegó a recibirse y debió ganarse el pan como periodista. Por otra parte, su espíritu bohemio y romántico lo arrastró a una vida desarreglada que terminó sumiéndolo en el alcoholismo. Este desmoronamiento existencial se agudizó notoriamente tras la muerte prematura de su novia, hecho que le inspiró uno de sus más dolidos poemas: “María”. En busca de un aire nuevo y reparador, Behety llegó a La Plata en 1885 y fue uno de los primeros poetas en afincarse en esta ciudad. Al principio, se hospedó en el Hotel 19 de Noviembre, ubicado en diagonal 80, entre 4 y 5, y trabajó para el diario La Plata, que entonces era propiedad de su amigo Francisco Uzal. Posteriormente, como no disponía de dinero, se mudó a una humilde vivienda de Tolosa que le prestó un allegado. Según cuenta Rafael Barreda en un artículo publicado en Caras y Caretas “Matías era pobre y vivió pobre, casi en la miseria”. Y agrega: “En el último período de su vida, se alejó de sus amigos que estaban en auge y sólo se lo encontraba en los fondines, tabernas o bodegones... Allí se hallaba en su centro, a sus anchas, como él decía, usando de su lenguaje persuasivo, salpicado de figuras bellísimas, compartiendo con los pobres lo pobre de su bolsa. Y, cosa rara, los que escuchaban sus frases, siempre originales –aquella gente ruda e ignorante–, sentían por él el mayor respeto”. Lo cierto es que, al llegar a La Plata, Behety estaba muy deteriorado en lo físico y en lo anímico; tanto es así que, pocos meses después, murió de tisis en el Hospital de Melchor Romero. En ese momento, la inhumación se llevó a cabo en el cementerio de Tolosa, pero, una vez construida la necrópolis platense, sus restos fueron trasladados a ésta, dando origen a un curioso episodio. Se dice que, al ser exhumado, su cadáver se hallaba momificado y resplandecía (“echaba luces”, en palabras de un vecino), por lo que fue expuesto públicamente durante varios días. A raíz de este fenómeno, algunos llegaron a atribuirle poderes misteriosos, generando una especie de mito que contribuyó en gran medida a preservar su memoria. Cabe agregar que Behety no llegó a publicar ningún libro. Su bohemia, el alcohol y el habitual desorden de su alma le impidieron compilar orgánicamente sus poemas, la mayoría de los cuales fueron escritos en papeles sueltos cuya suerte se ignora. Por lo demás, toda su obra tiene una fuerte impronta romántica. Suele atribuírsele erróneamente el soneto “Ilusiones”, que pertenece al poeta y dramaturgo peruano Carlos Augusto Salaverry (1830-1891).

Foto: Tumba de Matías Behety en el Cementerio de La Plata. Fuente: www.metayer.com.ar.