jueves, 5 de julio de 2012

Rafael Felipe Oteriño





















La caverna

Tiene la sustancia del mundo: la oscuridad.
Una boca por entero abierta,
silencios de gigante que no se entienden.
El viento ha arrojado allí unas pocas palabras y las repite,
pero no son más que palabras, pues no regresan.

Yo permanezco a su lado: del lado del fuego.
Custodio la entrada y me observo
recortado en la sombra (no soy más que sombra).
Tengo la sustancia de los hombres:
curiosidad y entrega, orgullo y obstinación.


Una alquimia

Si mis vecinos orientales
me hubieran visto recoger la bosta
y esparcirla sobre el cantero,
hubieran dicho que he desertado de la poesía.
Ellos no saben
que la poesía es una alquimia de energía y forma,
y que ambas descienden a la vez.
Sólo que a la forma la podemos aprender
leyendo a Catulo o a Banchs
o al valéryano Mastronardi,
mientras que a la energía hay que recogerla,
y si es de la calle y está aún tibia, mejor.

(Es, dirían los ilustrados,
un choque de civilizaciones, un diálogo
entre culturas: Virgilio
de regreso en Brindisi, con el plan de la Eneida
en la cabeza; el general romano,
abandonado por su tropa
a orillas del Limia, llamando a cada soldado
por su nombre).

No queda, pues, otro remedio que aprender
las viejas reglas
y salir, de tarde en tarde, a la calle,
apenas suena
el paso vigoroso del caballo.


Esa vez, Platón

Esa vez, Platón se equivocó: los poetas
no devuelven imágenes repetidas,
no conspiran contra la fidelidad de los espejos.
Hacen que el árbol de la razón
parezca enano. Que los espejos devuelvan
nuestro verdadero rostro deformado.
Tal cual es: con ojos hundidos
y una luz brevísima que irrumpe y desaparece.
Los poetas rescatan la moneda
que se perdió en el fondo del lago,
la gota que sin cesar perfora la piedra,
y eso también concierne a la República.


En memoria de Raúl Gustavo Aguirre

Sus últimos poemas iban directos al blanco,
palabras urgentes, como centellas,
de quien ha visto todo y no oculta nada.
Los leímos sin saber que se despedía
del día y del verano, del optimismo de Bach
y de la primavera orgullosa de Mozart,
a quienes amaba sin explicar,
porque sabía que las invenciones de Dios
no se explican. Hay uno, Cierras la puerta,
en el que los límites de la casa
son los límites del mundo, y en ella caben
el miedo y el error, la cumbre y el suelo
movedizo donde todo confluye.
En otro, Preguntas, se retrata a sí mismo
desesperado, tartamudo, aterrado;
confiesa haber perdido las señas y murmura
que no tiene camino ni memoria.
Y hay otro: final, escrito desde muy lejos,
en el que nos habla de una claridad
que se confunde con la claridad.
Pese a ser hija del lenguaje, la poesía
vela para que el lenguaje no pese.
Me despedí de él en una estación de trenes;
memorizo sus palabras, pero debo luchar
contra el tiempo, que me las arrebata,
las usa y las devuelve sin cesar a la vida.
La estrella fugaz se titula ese poema.


Aquello

Me detuvo la rueda del afilador de cuchillos.

Veía marchar las nubes pero no tenía miedo;
después de la lluvia venía la claridad
y las hojas agradecían como damas antiguas.

Los viajeros partían y regresaban
y los mayores los recibían
con movimientos de cabeza.

Uno arrojaba una piedra,
y el lago la devolvía tres veces.

Los incendios fecundaban la tierra,
dejando una película blanca
sobre la superficie de las cosas.

No era necesario aproximarse
para estar más cerca;
un cambio de viento acentuaba las vocales,
devolvía frescura a las flores.

Yo preparaba mi bicicleta
y daba la vuelta al mundo,
nunca más lejos que del vertedero de la esquina.

Ahora los veranos navegan por las arterias,
las copas del cristalero se mueven como en un vals,
el lago revela los secretos que guardó tanto tiempo.

Aquello era la infancia,
una enfermedad de la que nadie se ha podido curar.

En ella los hermanos estaban escondidos
en sus cuartos,
los padres construían paredes sólidas
en el aire de una conversación.

Fuente: Todas las mañanas, Rafael Felipe Oteriño, Ediciones del Copista, Córdoba, 2010.

Rafael Felipe Oteriño nació en La Plata en 1945. Publicó once libros de poesía: Altas lluvias (1966), Campo visual (1976), Rara materia (1980), El príncipe de la fiesta (1983), El invierno lúcido (1987), La colina (1992), Lengua madre (1995), El orden de las olas (2000), Cármenes (2003), Ágora (2005) y Todas las mañanas (2010). Su obra fue recogida parcialmente en Antología poética (Fondo Nacional de las Artes, 1997) y En la mesa desnuda (Ediciones al Margen, 2009). Recibió las siguientes distinciones: Premio Fondo Nacional de las Artes (1966), Faja de Honor de la SADE (1967), Premio Sixto Pondal Ríos de la Fundación Odol (1979), Premio Coca-Cola en las Artes y en las Ciencias (1983), Primer Premio de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (período 19851988), “Premio Konex” de Poesía (período 1989-1993), Premio Consagración de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires (1996) y Premio Esteban Echeverría (2007). Es miembro de la Academia Argentina de Letras. Reside en Mar del Plata, donde fue Magistrado y donde ejerce actualmente la docencia en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales.

Foto: Rafael Felipe Oteriño. Fuente: Lengua madre, Rafael Felipe Oteriño, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1995.

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